Si en el inconsciente no hay hombres ni mujeres, habrá que buscarlos en el imaginario social. Veremos cómo, lo masculino produce lo femenino, lo femenino seduce lo masculino.
La razón masculina tiene forma de razón (a/b). Esto es: de relación entre una mayoría dominante (numerador) y una minoría oprimida (denominador). Es una razón que no admite diferencias, sino ordenadas. Separa a los objetos (las mujeres) de los sujetos (los hombres), y pone a los hombres encima de las mujeres. Separa, entre los objetos, a las mujeres consumibles de las negociables (castas, cuya penetración sería un incesto), y pone a las negociables encima de las consumibles. Separa, entre los sujetos, los humanos (que deben cumplir la ley) de los divinos (que, para acceder a la divinidad, deben transgredirla) y pone a los divinos encima de los humanos.
Es una razón negativa, que organiza prohibiendo.
Lo que está prohibido --en el intercambio de sujetos-- es: la relación reflexiva (masturbación), la relación simétrica (amistad), las relaciones transitivas inmediatas por semejanza (homosexualidad) o por contigüidad (incesto). Lo mismo ocurre en los sistemas de intercambio de objetos o de mensajes. La función secundaria de las prohibiciones es positiva: así se ensancha el círculo social. Pero la función primaria es negativa: exterminar todo lo que no se deja intercambiar --lo que no circula--, lo sólido, lo que no se deja reducir a valor de uso o a valor de cambio (económico, semántico o libidinal). Lo que no sirve a nadie ni para nada. Lo impresentable: que, por eso, tiene que ser representado.
La dominación de las mujeres por los hombres es la matriz de todas las dominaciones: la primera y la más intensa. La mujer es el primer objeto producido. Y la producción es una actividad masculina.
Las mujeres --biológicas-- han sido feminizadas --socialmente--: transformadas en sexo dominado. Convertidas --anulando su subjetividad-- en reposo del guerrero. A través de los tiempos, la razón masculina (a/b) ha producido distintas aplicaciones: activo/pasivo, en Grecia; divino/demoníaco, en la Edad Media; razonable/irrazonable, en la Edad Moderna. Encarnan la razón las clases dominantes: varones, blancos, propietarios, heterosexuales, adultos, cuerdos, sanos, urbanos... Encarnan la sinrazón las clases dominadas: mujeres, personas de color, proletarios, homosexuales, niños, locos, enfermos, rurales... Como antes lo encarnaban, lo activo y lo pasivo, lo divino y lo demoníaco. Las ciencias sociales, las sociologías y las psicologías, son dispositivos de aplicación de esta razón falocrática. Siempre se trata de reducir lo irrazonable, lo que no se somete a la razón, el resto de la división a/b. Lo que no deja reducir a valor, lo que no vale.
Llamamos con el mismo nombre (hombre) al conjungo (especie) y al sexo masculino. La relación hombre/mujer encarna la razón a/b. Sólo los hombres son válidos: las mujeres, los homosexuales y los niños son inválidos o minusválidos (por eso son llamados con otro nombre). Son los restos de la división. Las mujeres son arrojadas al denominador: designadas como sexo sometido. Los homosexuales son expulsados de la realidad: son resto no reconocido. Los niños son recluidos en el limbo infántico --sin habla--, en espera del cielo apofántico: sometidos a un compás de espera (que, para las niñas, será eterno).
Las mujeres que no son sometidas constituyen restos de la división (como lo que no se deja someter en cada mujer: el inconsciente). La prostituta tiene valor de uso, pero no tiene valor de cambio (tiene valor de cambio económico y libidinal, pero no tiene valor de cambio semántico). La bruja está fuera de la esfera del valor: es el resto absoluto.
La rebelión masculina es luciferina. Lucifer dijo: no serviré (a nadie, para nada). Es un desafío frontal al poder: le costó el infierno. Muchas feministas sigue la vía de Lucifer: arriesgan el mismo destino.
Hay un feminismo converso: el de las mujeres que quieren ser iguales a los hombres --como las del PSOE-- (acceder al numerador de la razón). Hay un feminismo perverso: el de las mujeres que quieren dar la vuelta a la tortilla --como las reivindicativas del MC-- (invertir el numerador y denominador). Hay un feminismo subversivo: el de las mujeres que quieren abolir la dominación --como las anarquistas-- (borrar la barra que separa el numerador del denominador). Hay un feminismo reversivo: el de las mujeres que hacen girar esa barra hasta hacerla estallar.
(Los mismos tipos se encuentran entre los homosexuales: vergozante, marica, revolucionario o travestido).
Sólo el feminismo reversivo es seductor. Los otros son --en mayor o menor medida-- productivos. Intentan revalorizar a las mujeres. La estrategia de la producción es el deseo, la estrategia de la seducción es el desafío: desafiar a los machos a ser más machos.
Como ya vio Anaximandro, todo lo producido ha de ser destruido: todo lo que aparece debe desaparecer (dispersarse en las apariencias). La producción es acumulativa e irreversible, se inscribe en una economía restringida: avanza por la flecha histórica del tiempo, continúa --evolutivamente-- o discontinuamente --revolucionariamente--. La figura de su avance es la espiral dialéctica. La seducción no es acumulativa y reversible, se inscribe en una economía generalizada: es una perpetua oscilación del caos al orden. Su figura es el círculo vicioso. Es un desafío a la flecha histórica del tiempo hasta hacerla alcanzar el límite. La rebelión productiva es un enfrentamiento con el poder masculino. La rebelión seductora es un sobresometimiento al poder. Las rebeliones frontales refuerzan el poder: la conversa (que suplica al poder que sea menos poder) lo reforma, la perversa (que intenta que el poder sea otro poder) lo invierte, la subversiva (que exige al poder que no sea poder) lo revoluciona. La reversiva (que desafía al poder a que sea más poder) pone al poder en una tesitura imposible: pues le obliga a exacerbarse hasta extinguir la relación por exterminio de los términos. Ningún poder falocrático resiste a Cicciolina. Ningún poder político resiste al terrorismo. Son cánceres, pues aplican el paso de la metáfora a la metástasis.
Jesús Ibáñez (1928-1992)
"Por una sociología de la vida cotidiana"
Madrid: Siglo XXI, 1994. Pp. 64-66.
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