El librero de la Central pasa sus días y noches en la acera frente al Jardín Botánico
Víctor, entre su venganza del futuro y el presente de sus libros
“Se traspasa este negocio. (Magníficas donaciones)” se lee en un letrero que está pegado en la reja que establece el límite de la Universidad Central de Venezuela (UCV) con la acera que lleva hacia Plaza Venezuela. El aviso no estaba hace unos meses, tampoco hace unos años. El “dueño” del “negocio”, Víctor, tiene más de 10 años vendiendo libros que recibe de donaciones de profesores y visitantes de la universidad, pero ha decidido retirarse del negocio y de la acera que han sido su vida los últimos años
Luego de comprar varios libros, pedir recomendaciones de lectura y muchos otros intentos por entablar conversación, Víctor decide levantar la mirada y abandonar el libro de historia griega que tiene en sus manos para hablar.
—¿Está vendiendo el negocio?
—Sí, lo único que me tienen que pagar es el precio de los libros que están allí y ya, los de aquí no y esos de allá tampoco —responde, mientras señala los tres grupos de libros que tiene sobre su mesa improvisada con gaveras y tablas de madera.
—¿Como cuánto cree usted que cuestan todos esos libros?
—Pues no he sacado la cuenta, yo creo que como 25 mil bolívares.
Víctor quiere irse del país desde hace muchos años, pero asegura no ha encontrado la fuerza económica para lograrlo, aunque pareciera que es la fuerza de las circunstancias la que no le permite dejar esa acera.
—Ahorita 25 mil bolívares a uno se le van en cualquier cosa.
—No, yo no. Yo los guardo, ya yo con 25 me siento con un pie afuera —replica convencido de que esa cantidad sería su salvación, su boleto de salida.
—¿Y cómo se iría?
—Tengo que hacer una parada en Canarias para hablar con unos primos. Es que ya yo… Yo no quiero morirme aquí —dice con firmeza.
—Pero todavía le queda vida, ¿no cree?
—Bueno sí, o sea, no me veo muy joven en apariciencia, pero sí, voy al Ávila todos los días y voy, y me muevo, voy al cerro, pero no hay plata, hay plata para otras cosas.
Víctor se baña todas las mañanas en una cascada del Ávila. Camina desde Plaza Venezuela hasta Maripérez con su larga cabellera blanca y sus únicos pantalones color caqui. Nunca pasa desapercibido, pues a pesar de la seguridad de sus pasos, da la impresión de que el hombre no pertenece a la ciudad.
El librero ha hablado con algunos profesores de la universidad para que lo ayuden a instalar su “negocio” dentro de la casa de estudios y así poder irse “a llevar una vida normal”, pero asegura que “no es fácil” porque hay problemas internos de tipo económico. Reafirma “hay plata para otras cosas”.
—¿Usted se queda aquí en las noches?
—Sí —fastidiado de las preguntas cuyas respuestas reiteran su situación.
—¿Y cómo hace cuando llueve?
—¿No te da la cabeza? —pregunta con tono burlón.
—¿Con el plástico?
—Claro…
—¿Y para qué quiere irse?
—Pues para sacar mis cosas personales de aquí —calla y luego pregunta de forma contundente—, ¿por qué, tú me piensas ayudar?
Víctor no es de los que pide limosna. A pesar de que vive en la calle, todos los días consigue dinero suficiente con la venta de sus libros para comprar pan y queso en una panadería en Plaza Venezuela, ayudar a sus vecinos con gastos menores y hasta para comprar algunos textos de historia que lee con mucho placer, sobre todo si son de Grecia.
—¿Y los amores, no tuvo nunca una novia?
—Pero eso fue hace mucho tiempo, se llamaba Verónica Carrasco.
—Ah, pero qué buena memoria.
—Bueno, ¿y no viví con ella? —dice con una sonrisa dulce, llena de una picardía que le ilumina la mirada, como si recordara el rostro de aquella chica. Yo tenía 22 (años), ella estudiaba Sociología, pero creo que se fue para Ecuador, era muy buena persona. Me llevaba a la Colonia Tovar, me paseaba en el carro del papá, me hacía comida ecuatoriana los domingos, nos quedábamos en la última terraza del teresa Carreño con otra pareja de hippies; una vez nos bañamos desnudos en la ultima terraza, eso era cuando el Teresa Carreño estaba preconstruido y tenía escaleras de madera, la gente en el Caracas Hilton salía en los balcones a vernos a nosotros cuatro bañándonos —sonríe como quien cuenta sus travesuras con orgullo— nos quedábamos ahí, una vida hippie.
En medio de la conversación se acerca un hombre cojeando con una franelilla rasgada y le pide a Víctor dinero para comprarse un café. El tono de la petición no es imperativo, sino como se dirigiría un hijo a su padre, o a un protector.
-Cómpratelo ahí —le dice Víctor con 10 bolívares en la mano.
—¿Es amigo suyo?
—Más o menos…
—Pero usted es solidario…
—Bueno, sí, yo soy un tipo desprendido, como estoy solo, la gente se pone muerto de hambre cuando tiene familia, se ponen pichirres con el prójimo.
—Bueno, quizás por los hijos.
—Sí, exactamente —dice con firmeza y molestia, como reclamándole a quienes se han vuelto “pichirres” por los hijos. —¿Yo voy a tener hijos para meterme a pichirre? ¿Qué falta me hacen a mí los hijos? —titubea luego de que se interroga— ¿Para qué quiero yo hijos? —se pregunta buscando una respuesta en su interlocutor.
—¿En ningún momento pensó en tenerlos?
—No, no —sin titubeos y ni dudas—. Yo no reproduzco pobreza.
Se acerca nuevamente el joven desarrapado para devolver el billete de 10 bolívares porque “se acabó el café”. Víctor no le acepta el dinero y le dice que se tome el café en la universidad).
—Él me trae cigarros —explica y cambia de tema.
—¿A usted no le da miedo estar aquí?
—No, a mí no me da miedo nada, me resulta incómodo, me da tristeza y vergüenza vivir en una sociedad como esta. Eso degenera, uno se pone feo en un ambiente así.
—¿Hay algo que le guste de Venezuela?
—No. Hasta las arepas dejaron de gustarme. Yo nací en el lugar equivocado, esto es una pobre colonia, pero yo me voy a ir. Esa va a ser mi venganza.
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